domingo, 26 de febrero de 2012

El cautiverio

Por Ricardo López Göttig

Anoche tuve un sueño: era rescatado por los que son como yo, luego de centenas de lunas en cautiverio. Vivo aquí desde que tengo recuerdos, ignoro si alguna vez estuve fuera. Sé que hay algo tras esos muros, porque oigo sus risas, conversaciones, música y gritos. Ignoro quiénes son y por qué me tienen aquí.
No entiendo sus palabras, que me suenan a gruñidos salvajes. A veces los veo, cuando me arrojan las pequeñas presas de las que me debo alimentar. Sus cuerpos son como el mío, aunque menos armónicos y musculosos; mas sus rostros son horrendos, con sus caras chatas, ojos diminutos, mejillas lampiñas y apenas un poco de pelo negro y espeso sobre sus cabezas.
Sé que soy diferente a ellos; he visto mi rostro reflejado en los charcos de agua que se forman tras las lluvias. El mío es bello, cubierto de pelo negro desde el hocico hasta el cuello. Mis cuernos son de temer y siento que mi sangre es poderosa: fui yo quien nació para mandar.
Mi dentadura es fuerte, pero no para masticar y triturar a los seres que me arrojan en los pasillos. Por maldad, los tiran vivos y observan cómo les quito la vida. Les complace la muerte, se divierten con la crueldad.
Siento que esta comida no es natural para mí, que mi cuerpo no está preparado para devorar a otras criaturas. Intuyo que mi lugar es otro, que mi alimento es otro, que la fuerza que tengo es sólo para defenderme de los agresores, no para matar por placer.
Unas pocas veces, hace ya muchas lunas atrás, vino uno de ellos a observarme. Simulé estar dormido, pero observé por el rabillo de mi ojo izquierdo. Era uno de ellos, de cabello largo; lagrimeó al verme y se fue, tapándose la boca. Uno de los que la acompañaba susurró la palabra “madre”, que aún retumba en mis oídos, pero desconozco qué significa.
Sé qué es llorar, porque lo hice en el pasado, cuando en vano busqué una respuesta a mi sufrimiento. Caminaba sin descanso por estos largos y estrechos pasillos, que terminan insensatamente en paredones sin salida. Tras tantas lunas que han pasado, ya conozco cada grieta y baldosa, he recorrido todos los pasillos y sé dónde están la entrada y la salida, pero están cerradas y fuertemente custodiadas. Se abren cada doce lunas –las he contado- cuando ingresan catorce de ellos. Creo que quieren matarme y yo me defiendo; el sabor de su carne me es repugnante y mi cuerpo apenas la digiere, pero debo mantenerme con vida.
Estoy solo desde que tengo memoria, pero querría tener a alguien a mi lado. Presiento que debería vivir con los míos, porque me gusta sentir el contacto de otro ser vivo. Algunas lunas atrás, cuando arrojaron a uno de los seres para alimentarme, lo conservé con vida. Caminaba con sus piernas y brazos y estaba completamente cubierto de pelo. Sentí que debía cuidarlo y, durante algunas noches, dormimos pegados cuerpo con cuerpo. Era la temporada en que hace mucho frío, y nos dimos calor. Lo que sentí por esa criatura me pareció bueno, agradable, que así debía ser siempre, y él pasaba su lengua en mi cara para mostrarme afecto. Ante esto, los guardias no me dieron más comida para hacernos sufrir. Pasamos hambre hasta que, con furia y dolor, maté a mi amigo y lo devoré, envuelto en lágrimas. Pasé mis manos por su cara y cuerpo, ya exánime, y lo fui abriendo con delicadeza. Ellos rieron; pero yo sé que, en el espanto del último momento, esa criatura me comprendió en su angustia. Ambos éramos víctimas.
Aquel día juré vengarme de los captores. No tendría piedad de ellos, pero no los comería; dejaría que sus cuerpos se descompusieran al sol, lentamente comidos por los gusanos. No los mataría, no; los dejaría inutilizados, sin defensa, muriendo poco a poco.
Pero a veces creo que estos sentimientos no son buenos y me arrepiento. Ellos han puesto esto dentro de mí, tal como me pusieron en este lugar sin sentido. No, no seré como ellos, no me han derrotado.
Me acuesto bajo el calor implacable del disco que aparece durante el día y quiero soñar, una vez más, que los míos me rescatan. Y aprenderé a ser feliz, lejos de estas paredes que me encarcelan.
Mi destino es otro, lo sé. La intuición me dice que alguien muy poderoso me puso aquí para que aprendiera a ser fuerte, sabio y misericordioso. Ya he crecido, pronto llegarán mis salvadores y conoceré qué hay detrás de estos muros.


© Ricardo López Göttig, 2012